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BREVE RELACIÓN DE UNA EMBAJADA
PROVERBIAL
José Carlos Cataño. Barcelona, junio
de 1987
Ponencia que el autor, y Patrono Jurado, leyó
en el Simposium fundacional de la colección
de vestigios ('testimonios oculares') del
PPPAP
en el Hotel Oriente
Al día siguiente, sin embargo, el cielo
no ofrecía visos de aplacar nuestra inquietud. Todo lo contrario:
la mancha púrpura goteaba y se expandía del este hacia
el oeste, augurando la árida, virulenta reverberación
del jamsín, de la que escasos son los que pueden decir que
la han vencido o siquiera mitigado.
El género que transportábamos se
removía sobre los jumentos, inquieto, y los camelleros, gente
por lo habitual si no flemática sí envarada, no dejaban
de consultarse acerca de lo que se nos echaba encima. El horizonte
-mejor dicho, la línea de mercurio que usurpaba su lugar-
parecía el infierno, presto a engullirnos a través
de sus turbonadas.
El cansancio era extremo y sofocante el calor.
Sin embargo, bandeábamos a sabiendas de que cada paso hacia
el límite del desierto nos libraría de una muerte
cierta, ávida de calafatearnos con la arena de un sol no
tan remoto como cabría suponer.
A punto de rozamos con su bajo vientre, distinguimos
en la nube roj a corrientes opuestas, arremolinadas en forma de
trombas. Pronto asistimos con júbilo al clareo del firmamento,
y el púrpura de la mancha se tornó de color lívido
mientras, a nuestros flancos, se elevaba un nuevo tinte o lienzo
de espesa urdimbre, de un encarnado encendido, como de langostas
previamente sumergidas en toneles de vino rancio.
Cesaron las bocanadas de fuego, las que momentos
antes amenazaban con deflagarnos. Sin tiempo para celebrar el fin
del martirio -sólo el último en la cadena de calamidades
padecidas desde el comienzo de la marcha-, un miembro de la caravana
vislumbró un objeto oscuro, del tamaño de un cuerpo
humano, que se movía a merced del aire. ¿De qué
se trataba? A pesar del agotamiento, nos levantamos sobre los estribos,
el corazón palpitante, con intención de identificarlo.
Y hubo quien, temerario, galopó para cortarle el paso.
En breve se nos ofreció a la vista un cadáver
que flotaba. A escasa distancia y sin detener la deriva, pasó
junto a nosotros mostrándonos su aspecto nauseabundo. Inmóviles,
aturdidos por la aparición, pudimos distinguir todas sus
partes terriblemente hinchadas. En medio de la voluminosa raíz
había dos puntos negros que delataban la ausencia de una
conclusión, quién sabe si perdida durante el trayecto
o no resuelta desde el punto en que fue expedido. El resto del cuerpo
era una masa cuya textura recordaba la del calamar albino del Mar
Rojo. Aves de rapiña, tan ociosas como pertinaces, lo seguían
de cerca y, de vez en cuando, entrechocaban sus picos con suma indolencia,
con los ojos cerrados, razón por la cual, lejos de hacerse
con un pedazo del cadáver, sólo chasqueaban arena
y cristales de sal en suspensión.
Horrendo nos pareció el fugaz espectáculo
de aquello que, sin duda, procedía del Oasis de Naciente,
hacia donde nos dirigíamos. Al menos ésta era la opinión
de nuestros camelleros.
Tantas habían sido las penalidades, tantas las emociones
en una sola jornada, que no se nos ocurrió temer por nuestra
mercancía. Además, hacía tiempo que habíamos
dejado atrás el cuerpo errático y sin vida, al que
en ningún momento llegamos a tocar, pues, como he dicho,
ni el cadáver flotante se detuvo, ni nosotros abandonamos
nuestra posición. Pero antes del alba del día siguiente,
cuando nos disponíamos a poner en marcha la caravana, la
conmoción y el abatimiento con mucho superó las penalidades
padecidas y por padecer en la ruta del desierto.
Aquí y allá, a la luz negra del
alba, el género que transportábamos no era más
que despojos. La mayor parte del mismo no presentaba, tal y como
imaginarán algunos, restos óseos, es decir, las raíces
inflexibles de cada una de las palabras, sino las envolturas naturales
del proverbio de cuyo traslado era yo el responsable. Examinando
de cerca los tristes restos, petrificados y soldados en una pieza
única, comprobé que la carne de las palabras se había
desecado a causa de la atmósfera flamígera y que,
declinando el natural proceso de descomposición propio de
las latitudes sedentarias, las palabras habían optado por
conservar sus formas primitivas.
Aquellos despojos no despedían olor alguno.
El viento lo había arrastrado por el interior de las palabras,
antes de quedar reducidas a polvo, y lo había oreado a través
de las hendiduras. Por dentro no quedaba sino una parte de las letras
destinadas a sostener la cubierta cutánea del proverbio.
Así pues, se distinguían a la perfección los
adjetivos y los relacionantes, los nombres y los verbos, el proverbio
íntegro que los judíos de los Montes Viperinos,
confiando en mi profesionalidad, remitían al Gran Señor
del Oasis de Naciente como tributo en los festejos que celebraban
la Fiesta de la Lengua.
Me queda por añadir que tal grado de consistencia
y solidez habían alcanzado los cueros, que todos mis esfuerzos
por abrir uno solo resultaron ineficaces. Las piedras más
grandes que fuimos capaces de levantar rebotaron sonoramente sin
hacerles mella. Aunque el sol, como si fuera la memoria del cielo
y de la arena, se resentía de los golpes estremeciéndose
de modo leve, imperceptible.
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